Pink Floyd Mama

La visualización iba relativamente sencilla, cuando Alicia intentó acortar camino, señalándome que se trataba de mis padres. Me irrité.

“Mis padres no están en esto, no los traigas”, reclamé, tratando de mantener la pureza de la visualización libre de contaminaciones.

La irritación creció, paulatina pero rápidamente. La imagen que estaba viendo era a mí mismo sosteniendo en brazos un bebé, y cambió a ese bebé sentado al borde del camino, de espaldas a mi, y yo enojado, ofuscado. “Ese enojo es contra tus padres”, insiste Alicia y yo niego.

La sensación es que alguien encuentra gracioso que yo tenga que cargar con un niño, y que jamás pueda entender qué es lo que quiere. Me enojo contra ese alguien, pero no existe, me enojo contra el niño, pero no es eso tampoco.

No sé contra qué es el enojo.

No es contra mi, no es contra algo en particular, no es posible olvidarlo.

Es un camino cerrado.

De repente, veo claramente una flecha amarilla o dorada, señalando hacia arriba o hacia delante. La dejo estar un rato, hasta convencerme de estarla viendo realmente, y decido seguirla.

El paisaje hace forward en un pestañeo donde veo mis pies y los del bebe volando cerca de la flecha, siguiéndola, y aparecemos en un horizonte volcánico.

Todo el terreno burbujea en lava, se siente el enojo, y la presencia de mi madre.

“Acá sí está mi madre” le digo a Alicia, y los borbotones de los volcanes se superponen con borbotones de polenta caliente que me quema de chico, mi madre al lado se enoja de que me duela.

No la veo, pero está, claramente está.

Y de repente, todo el terreno se convulsiona, desde donde estamos hasta el horizonte y más allá, y se levanta. El terreno entero es carne, el mundo es cuerpo, deforme, monstruoso, materno. Una masa inmensa, inabarcable de tentáculos que se despega del suelo y se eleva ingrávida hacia el cielo, un montón de carne con muchas cabezas que se va. Una de las cabezas tiene la cara de mi madre, grandísima, gigante.

Extrañamente, no tengo sensación alguna de necesidad, excepto una. No siento que deba correr, ni defenderme, ni hacer nada más que sostener a mi bebé en brazos, mientras somos testigos de cómo ese monstruo mundo cuerpo se va.

La única necesidad que siento es la de tomar, de todas sus caras, la que más se parece a la de mi madre y retenerla.

La tomo y se sale de su cabeza, como una bandera, como una tela inmensa y queda colgando arrugada de mi mano, cubriendo metros y metros de piso. El resto del leviatán inmundo sigue flotando hacia arriba, partiendo para siempre.

Miro la piel del rostro inmenso de mi madre y siento al mismo tiempo ganas de quemarla, desterrarla, olvidarla, y de retenerla, guardarla con amor, honrarla.

Lloro un poco, pero mientras la masa de carne se termina de perder en el cielo, el bebé que tengo en brazos empieza a reír, feliz.

Antes de volver llego a vernos caminando mientras el paisaje, un horizonte de carne y cuerpo, empieza a crecer violeta, índigo, fértil.

Siempre, siempre, me pregunto qué pasará ahora.

El símbolo aplicado fue “Paz con la Sombra”, cuyo subtítulo reza “soltar”.

Alicia me dice que quiero tener una mamá que atesorar.

Que cuando suelte a la que tuve, que es  imposible de tomar, va a llegar la que sí pueda valorar.

Estoy demasiado viejo para esto, me digo mientras me voy.

Y me pregunto qué pasará ahora.

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