El pozo de agua, Disney, el veneno.

Primero, por supuesto, está el espacio arquetípico.

Ese lugar donde los sentidos intersectan la realidad y comienzan a condensar, justamente, sentido. Y de esa condensación de sentido se desprenden, en este orden, la imagen arquetípica y la imagen mental que tenemos de las cosas. Por supuesto, entre los “sentidos que intersectan la realidad” entran tanto los cinco sentidos conocidos como todas las formas de propiocepción, las emociones e incluso la memoria y las proyecciones de futuro. Todas son experiencias de la mente que pueden proveer de sentido a cualquier situación de la existencia.

Visto que la inmensa mayoría de los seres humanos compartimos el mismo rango de percepción y capacidades, las experiencias de los sentidos intersectando la realidad tienden a ser relativamente homogéneas en el colectivo humano. Dado que además esto empieza a ocurrir desde el momento mismo de nacer, mucho antes de tener registro consciente de esto, muchas de estas experiencias colectivamente homogéneas son parte de la constitución de nuestro inconsciente.

Ergo, el famoso inconsciente colectivo. En esta cuenta no creemos que el inconsciente colectivo sea “un océano primordial donde todos somos uno” sino más bien el resultado de una matriz biológica que actúa de soporte para una experiencia psíquica estandarizada.

A partir del momento de nacer, esa matriz psíquica estandarizada empieza a absorber las experiencias relativamente únicas de cada individuo, por lo que los contenidos del inconsciente empiezan a ser diferentes en cada persona. Esta diferencia se manifiesta más plenamente al nivel de la imagen mental que cada individuo tiene de las constantes de la vida (la gravedad, la luz, la oscuridad, la madre, la sociedad, el miedo, el coraje, la ambición, etc).

Pero en los niveles previos, tienden a ser bastante parecidas.

La imagen del niño como el príncipe del hogar es bastante común, por ejemplo: la mayoría de los niños (dentro de un hogar conformado, en maternidad/paternidad deseada, todas las salvedades hechas), gozan de atención y trato preferenciales, además de ciertos privilegios como no tener que trabajar, ser aceptados casi todos sus errores sin consecuencias, etc.

Verdaderamente, un trato principesco. Y como los que toman las decisiones son los padres, tiene bastante sentido que en un lugar del imaginario del niño se los vea como reyes. Aunque el niño nunca haya visto un rey: el concepto es el mismo. La corona, el manto, el trono, son parte del siguiente nivel de conformación de la imagen: el cultural y mental.

Del mismo modo se conforman otras muchas experiencias que, a través de la cultura, llegan a desarrollar imágenes y lugares comunes: el huérfano, el errante, la anciana bondadosa, la anciana maligna, etc.

Un paso más y tenemos, claro, las acciones de estos personajes. Aquí llegamos al espacio folklórico y mitológico como lo reflejan autores como Campbell o Pinkola Estez, o las compilaciones originales de los hermanos Grimm: un conjunto de tradiciones orales breves, simples en el relato pero complejas en la cantidad de significaciones que despiertan en el oyente. Y consistentes: los relatos heroicos son siempre heroicos, los de terror son siempre terroríficos, los contenidos sexuales son explícitos, las decisiones así como sus motivos son claras.

Estas tradiciones orales cumplen roles diversos según el contexto, pero siempre son catalizadoras de los contenidos colectivos: sea el miedo a la muerte y su morbo, sea la ilusión del renacer del héroe o cualquier otra de las muchas expresiones de la vida psíquica, el momento de reunión donde estos relatos se comparten permite a la comunidad expresar estos contenidos y, por un momento, hacerlos conscientes.

No conscientes desde la racionalidad iluminista que estamos acostumbrados a concebir como conciencia, sino desde un lugar mucho más básico que es el simple nombrarlos, ponerlos en palabras, hacerlos relato.

Para que estos contenidos del inconsciente colectivo puedan ser expresados, ya sea para catarsis individual o social o con fines rituales, iniciáticos o de cualquier otra índole, es conveniente (MUY conveniente) que las imágenes mentales que se desprenden de ellos estén por decirlo de algún modo, frescas. Sin mucha elaboración.

De este modo, cuando la imagen mental es una capa superficial y cruda de un concepto profundo y colectivo, permite una rápida toma de contacto con lo trascendente. Cuando un joven hindi llegaba, en un mundo sin imprentas, a los templos de Chandela, las imágenes sexuales explícitas de las esculturas lo conectaban inmediatamente con el misterio del sexo, no con su banalidad.

Del mismo modo, para retomar el ejemplo original, cuando una niña prusiana imagina la corte palaciega a donde va a lucirse Cenicienta, conecta fuertemente con el sentimiento de redención momentánea de su protagonismo.

Más fuertemente cuantas menos princesas haya visto en su vida.

Pero llegada la imprenta y a partir de allí, los medios masivos en general, se producen varias fenómenos simultáneos. En primer lugar el trasplante cultural, donde cuentos originados en un lugar, representaciones de lo colectivo hechas a través de una matriz sociohistórica ajena, se divulgan en lugares lejanos, nuevos y que no conocen ninguna de las referencias originales.

En segundo lugar, el progresivo refinamiento de las formas: empezando por la censura que en el caso de los cuentos de los hermanos Grimm comenzaron ellos mismos y terminando por la edulcoración total de la industria Disney, los contenidos expresados originalmente a través de los relatos se ven mutilados, radicalmente transformados. La idea de la princesa sigue ahí, pero ahora tiene un encanto formal dirigido a endulzar los sentidos, no las imágenes internas a las que el relato original apelaba. Ya no hay sexualidad en el beso de Blancanieves o la Bella Durmiente, ni horror caníbal Hansel y Gretel ni incesto en Caperucita Roja. No hay familiaridad ni sensación de hogar en sus principados y sus caballeros andantes no muestran deseo de posesión carnal con sus espadas ni sus lanzas.

Pero el tercer fenómeno, la masificación, es lo verdaderamente venenoso. Del mismo modo que el porno vuelve obsoletas las esculturas de los templos tántricos que ya no estimulan el corazón del visitante que ha visto tanto como eso y más, la idea de princesas, de caballeros y de niños entumecidos que quieren ser niños de verdad ya no nos conecta con ningún contenido visceral, ni profundo, ni catártico ni ritual. Porque ya quemamos esa conexión con la insistencia de la repetición de una tv puesta para entretener a los chicos en un departamento y unos contenidos adecuadamente lavados para que no se pongan a llorar o a cuestionar, para que nada sea demasiado removido ni estimulado.

En este camino, la princesa ya no es más un reflejo de cualquier niña deseada y mimada en su hogar: ahora es un parámetro inalcanzable. Los elementos tradicionales pasaron de ser reflejo de diversos aspectos de la existencia a ser propuestas hechas para el consumo masivo de modelos excluyentes.

El héroe viajero ya no es más una proyección del oyente: ahora es una imagen estandarizada, con giros argumentales a la medida de un patrón que necesita acción constante en la pantalla al son de música vertiginosa.

El patrón hegemónico no sólo es homogeneizado en base a fórmulas de entretenimiento y suavizado para no ser perturbador como inicialmente lo era sino también elevado estéticamente a niveles irreales e implícitamente –o explícitamente- asociado a ellos.

La base folklórica de la cultura globalizada no sólo es incompleta como reflejo de la humanidad: también es tan exigente que es más normal sentirse excluído por ella que reflejado.

Ese pozo al que las comunidades pre industriales iban a beber para conectar con lo subyacente, miedos y fantasías mágicas, y al que podían llegar simplemente a través de la palabra, está ahora envenenado con modelos masivos, globalizados, homogeneizados, ajenos y… falsos.

Y todos los espacios donde solíamos ir a conectar están ahora desplazados en la cotidianeidad social construída en el siglo pasado.

Este panorama no es tan desolador como puede haber sonado porque la vida siempre encuentra un camino y algunos espacios se mantienen mientras que otros aparecen: las charlas entre niños siempre contendrán sus fantasmas y fantasías aunque no las hayan escuchado en ninguna fogata. Las películas de terror, los tracks de tu banda emo favorita o ese podcast de comida que activa las glándulas salivales siguen sirviendo para llevarnos a conectar con lo subyacente. Las nuevas tecnologías proporcionan nuevos formatos y las nuevas prácticas sociales permiten que éstos sigan fluyendo y conformando imaginarios e inconscientes colectivos, acaso ahora más plurales que antes.

Algo muere y algo nace, o mejor dicho algo agoniza envenenado por la industria masiva del entretenimiento y algo de las nuevas formas culturales adaptándose a transformaciones económico/histórico/sociales/tecnológicas… florece.

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